Si nos proponen jugar, todos sacamos el niño que llevamos dentro. Hay una competitividad innata en cada uno de nosotros, un afán por demostrar nuestra superioridad y, como en el teatro, fingir y vivir otras vidas más intensas y seguro que más reales que nuestra gris cotidianeidad.
El problema surge cuando al levantar el telón se despiertan
los fantasmas (“Wake the serpent not,
lest he should not know the way to go”, nos decía Shelley), se nos escapan de
las manos, penetran todos nuestros deseos, incluso los no formulados, cobran
carta de naturaleza y se apoderan de nuestra libertad. Continúa el juego
(impuesto) de las hipótesis (y si…) ante la perplejidad general. Lo más
terrible comienza a suceder: tras unas normas imposibles se oculta la lógica
infernal de unos niños que juegan, que se creen la dialéctica estímulo-respuesta
y cuyas rabietas se resuelven con un desprecio absoluto a los valores
tradicionales de nuestra “civilización”. Basada en un suceso real, con frialdad
centroeuropea, se rompe el locus amoenus al irrumpir unos jóvenes en el retiro
dorado de una familia burguesa.
La Mordaza Teatro, en este montaje bajo la sabia dirección de
Mª José Pazos, ha encontrado su sala: La Usina. Este recinto, recoleto e
íntimo, abraza proyectos arriesgados y, en una línea editorial coherente, ocupa
espacios de creación distintos y sugerentes. En este nuevo barrio de la escena
(Embajadores y aledaños), siguen naciendo áreas de creatividad e inconformismo,
de riqueza y esperanza. La periferia nos sigue dando lecciones de técnica,
vocación y calidad. Sergio Cabanillas, Miguel Ángel López, Sara González y
Javier Martín nos empujan a su mundo y nos imponen su pesadilla (¡Qué gran
interpretación!). Con guiños al espectador y juegos temporales, relajan la
tensión dramática y nos envuelven para, al final, llegar a saber que no hay
salida. Cuando los niños juegan, hay actuación y hay vida. Hoy hemos visto un
juego de niños malos, un juego en el que no hay límites, en el que todo está en
juego. La vida es un juego.
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