
De
nuevo La Pensión de las Pulgas nos
invita a recorrer sus tripas estructurales en un tour que huele a humedad,
sombra y secretos. Nada nos espanta ya, pero nos sigue sobrecogiendo la habilidad
para descubrir, nombrar, identificar y asumir nuestros propios fantasmas. El
descenso siempre ha tenido connotaciones negativas en la tradición cultural de occidente,
desde Dante hasta Blake, desde Mena hasta Gounod.
Con
un texto de estrategia pura nos conducen, ciegos y cautivos, al vientre frío de
nuestro cofre existencial. Con valor de metáfora casi masónica, ese sótano ha
sido ocultado a miradas no iniciadas. El conocimiento libera, pero asusta
suponer sus consecuencias. Ya sabíamos que la vida era eterna en cinco minutos
y puede suceder tanto que, sin salir de una sala, no podamos evitar nuestras
propias trampas. El deseo embriaga y esclaviza; es curioso, lo que más nos
incluye en el reino animal es lo que con mayor dificultad dominamos: el placer.
En estos minutos presenciamos un viaje catártico, un rechazo, una asunción y un
sometimiento pleno y convencido. Es el ejercicio de la libertad, o de algo que
no aceptamos denominar así.
Certera
dirección de Israel Elejalde, que ha sabido medir perfectamente los tiempos de
cada actor para ofrecernos este “tour de force” a través de unos actores
empapados de veracidad que tensan nuestros músculos desde el primer momento.
Nada más empezar la función nos sentimos nerviosos, intrigados. Percibimos que
estamos siendo engañados, que aquello no es lo que parece. Y nos vamos dejando
seducir por la verborrea afilada y efectista de Codina mientras Clavijo
despista nuestras cavilaciones con sentimientos contradictorios que sólo son el
inicio del descenso a nuestro propio sótano.
Del
duelo Juan Codina-Víctor Clavijo ninguno salimos indemnes; es tal la
intensidad, potenciada por un espacio tan próximo y sincero, que nuestras vigas
se estremecen y un temblor nos recorre ante el vértigo de la caída a la que
sólo nosotros nos entregamos. Ya Luzbel nos advertía del dulce sabor del
pecado. Con un concepto sado-masoquista de la historia, simplista pero certero,
determinista bajo una aparente libertad, todo se entiende mucho mejor. Sólo
somos células gobernadas por leyes físico-químicas. Nada más.
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