El teatro es acción,
desarrollo, cambio, evolución; son
personajes en los que nos reconocemos y a los que acompañamos en sus/nuestras travesías;
es vida que se recrea y renace en busca de un ¿equilibrio? al estilo de Calder
(stabile mobile). Una vez más, la familia Pastor nos invita a
viajar en su aventura Guindalera (esta sala/casa/hogar/crisol/laboratorio/altar…)
para no salir indemnes tras noventa minutos de consagración a una vocación
heroica, a un amor ciego al teatro.
María Pastor encarna
a Stephanie Abraham (¿Jacqueline du Pres?), elegante y arrogante, y nos invita
a compartir su desnudez, su fragilidad y su recorrido por las etapas del
desasosiego para, una vez pisados todos los peldaños del descenso a los
infiernos, surgir renovada con la fuerza de la certeza, con la sabiduría de una
vida ahora sí vivida, no sólo presenciada desde una distancia de seguridad. Tras
el diagnóstico de una enfermedad degenerativa, sus seguridades personal y
profesional se tambalean y exigen un replanteamiento vital pleno, una
experimentación, búsqueda, pérdida y hallazgo de distintos estados. Juan Pastor
equilibra y contrarresta, guía y comparte ese viaje.
La belleza es
catarsis, el dolor purifica, la vida duele y mancha; Es sencillo proyectarnos
en los personajes; es fácil dejarse mecer por las sirenas de nuestros miedos
internos, pero nos hiere identificar nuestros fantasmas para, una vez
conjurados, renacer plenos.
Nos siguen gustando muchos
rasgos de la sala: el gusto en la selección de los textos, la calidad dentro de
una oferta imprevista pero siempre exquisita, la complicidad de los personajes,
la austeridad eficaz de los medios, el preciosismo en el detalle, la sinceridad
de su oferta… Tras las tormentas que nublaron su porvenir, aplaudimos esta nueva
etapa de serenidad, aunque siempre al borde de... Al igual que María en esta obra, el arte es
un lugar en el que habitamos; sin él, nos faltan un suelo, un cielo, un
horizonte. Sin sueños, sin espejos en los que reflejarnos es posible vivir,
pero no es lo mismo.
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